lunes, 27 de abril de 2009

LA EXPIACION, EL ARREPENTIMIENTO Y LA ROPA SUCIA

mensaje de la primera presidencia de area

Elder Lynn A. Mickelsen

Presidente de Área

mickelsen.med

Mientras viajaba en su auto por un pueblito de México, un hombre atropelló y mató a un perro que se le atravesó. A partir de aquel día, al hombre se le conoció como el mataperros. No se tomó en cuenta el origen del apodo; simplemente era el “mataperros”. Las personas que vivieron allí después, sin saber las circunstancias, se imaginaban una terrible escena de lo que el hombre había hecho.

La fama basada en rumores, en la realidad, o en lo que se establece mediante un apodo, es casi imposible de superar. El refrán que dice: “No sacar los trapos al sol” es un sabio consejo. No es necesario, ni apropiado ni saludable dar a conocer nuestros errores privados o pecados familiares para el escrutinio público. Cuanto más se conozca el pecado, más difícil será el arrepentimiento o el cambio.

Esto no significa que los pecados se deban cubrir, aunque ése sea el impulso natural de cualquiera que cometa un pecado. En vez de arrepentirnos, queremos esconder cualquier error o pecados cometidos, pero, como Caín descubrió cuando mató a Abel: no no le fue posible esconder sus pecados del Señor (1), porque todas las cosas están presentes delante de Él (2). Él ve todo error que cometemos, pero, a diferencia de la gente en general, con el conocimiento que Él tiene de nuestros pecados nos brinda la promesa específica de que Él no los recordará más si nos arrepentimos (3).

El sacar los trapos al sol y el arrepentimiento están íntimamente unidos. El pecado acarrea una suciedad delante del Señor que debe reconciliarse. Sin embargo, hay un momento y un lugar para confesar y pedir perdón. El alcance de estos dos factores depende de la naturaleza y de la magnitud del pecado. Donde haya habido una ofensa pública o una violación de la confianza pública, la responsabilidad sería de confesar el error en público y pedir perdón. Con respecto al arrepentimiento, nuestra responsabilidad se extiende hacia el Señor, hacia Sus siervos y hacia aquellos a quienes hayamos ofendido.

Hay un paralelo entre nuestros vestidos que son blanqueados mediante la sangre del Cordero y la forma en que lavamos nuestra ropa sucia. Por medio del sacrificio expiatorio de Él, nuestros vestidos serán blanqueados. La referencia de las Escrituras acerca de los vestidos abarca todo nuestro ser. La necesidad de ser purificados surge al mancharnos con el pecado. El juicio y el perdón son derechos del Señor, porque sólo Él puede perdonar y lavar nuestros pecados (4).

Cuando el rey Benjamín pronunció su gran sermón en Zaharemla (5), hubo un cambio en el corazón de los santos (6), y hubo paz y prosperidad en toda la tierra. Pasó el tiempo y Alma fue llamado a presidir la Iglesia. Algunos miembros, absortos en su prosperidad, cayeron en el pecado y el corazón de Alma se turbó cuando fueron llevados a su presencia. Al no saber cómo resolver el problema, los llevó ante el rey Mosíah, quien de nuevo los mandó a Alma para que los juzgara.

Alma, temiendo hacer lo malo a la vista de Dios, derramó su alma entera a Dios y le rogó que le diese respuestas en cuanto a cómo tratar a los transgresores. Debido al gran amor que Alma sentía hacia el prójimo y su ferviente deseo de hacer la voluntad de Dios, el Señor lo bendijo sobremanera, aun con la promesa de la vida eterna. Luego el Señor le explicó por qué su súplica había sido tan importante; Él dijo: “…ésta es mi iglesia; mediante mi nombre serán salvos; es mediante mi sacrificio; soy Yo quien juzgará” (7).

¿Cuántas veces nos olvidamos de quién tiene el derecho de juzgar? El perdón de los pecados depende de Él, no de nosotros, así que la próxima vez que seamos tentados a sacar los trapos al sol, recordemos:

  • Primero: ir al Señor.
  • Segundo: ir a la persona que hayamos ofendido.
  • Tercero: si es necesario, ir al juez de Israel.
  • Y cuarto, después dejémoslo en paz.

Otro aspecto de sacar los trapos al sol es el insaciable apetito carnal que algunos tienen de dar a conocer las faltas de los demás. Cuando Job se estaba quejando de su sufrimiento, el Señor le preguntó: “¿Me condenarás a mí, para justificarte tú?” (8). Esto puede ocurrir aun en la familia, cuando alguien, suponiendo que protege su buen nombre, hace públicos, con lujo de detalles, las faltas y los errores de sus hermanos y hermanas, de sus hijos, de sus padres, en forma de autojustificación, para aliviar su dolor personal.En la parábola del hijo pródigo, éste fue rescatado por un padre fiel que hablaba del valor de su hijo, no de sus faltas.

Cada vez que hablamos de los pecados o de los errores de otras personas, en realidad estamos juzgándolos. Una vez escuché a un hombre decir a su hijo que no volvería a contratar a cierta persona porque le había cobrado mucho por un trabajo, a lo cual el hijo respondió: “Me sorprende que digas eso papá, porque tú nos has enseñado otra cosa”.

El padre estaba juzgando sin tener en qué basarse. ¿Qué debió haber hecho? Si tenía dudas acerca de lo que se cobró por el trabajo, debió haber hablado de ello con la otra persona para resolver sus diferencias y poner fin al asunto sin murmurar ante otra gente. El Señor enseñó: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (9).
Cuando los escribas y los fariseos llevaron a la mujer sorprendida en adulterio ante Jesús, Él se agachó y escribió con el dedo en la arena para que los demás no pudiesen ver ni oír. Luego dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Cuando sus acusadores se retiraron avergonzados de sus pecados, Él dijo a la mujer: “Vete; y no peques más” (10).

¿Qué debemos hacer cuando tenemos conocimiento de los problemas de los demás?

  1. No juzguemos; dejemos el juicio al Señor, el juez perfecto. No examinemos ni exploremos los pecados de los demás, sino que consideremos sus cualidades divinas. No es de nuestra incumbencia involucrarnos en los problemas de los demás sino más bien percibir la grandeza de su bondad.
  2. Debemos perdonar. Aunque se nos haya herido personalmente, el Señor dijo: “Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (11).
  3. Tercero: Olvidémoslo. Una memoria implacable carcome el espíritu más fuerte. Hay que olvidarlo, abandonarlo y dejarlo en paz. Si les sobreviene la ola de tentación de revelar los pecados de otras personas, no lo cuenten a su vecino, ni a su mejor amigo. Vayan a su obispo; déjenle el asunto a él. Si es necesario, infórmenlo a las autoridades civiles o policiales, y luego déjenlo así. Creo que para recibir la hermosa promesa que Alma recibió se requiere el mismo espíritu y acción que él tomó con sus propios trapos sucios así como con los de los demás.

Pero, ¿qué sucede si nosotros tenemos la razón y ellos están equivocados? ¿No debemos dar a conocer nuestra opinión para que otros no piensen que cometimos un error? El Señor ha sido bien claro en Su enseñanza con respecto a este dilema. No tenemos derecho a juzgar. No debemos medir la paja porque la viga de nuestro ojo obstruye nuestra capacidad para ver. Por más delgada que sea, no hay tortilla que no tenga dos caras. Esto requiere empatía, o sea el don de sentir lo que otros sienten y entender lo que otros experimentan. La empatía es el producto natural de la caridad; estimula y aumenta nuestra capacidad de servir; la empatía no es tener lástima, sino entendimiento y compasión; es la base de la verdadera amistad. La empatía despierta el respeto y abre la puerta a la enseñanza y al aprendizaje. Los indios Sioux entienden este gran principio cuando, al orar, dicen: “Gran Espíritu, ayúdame para nunca juzgar a nadie hasta que haya caminado dos semanas en sus mocasines”.

Entonces, ¿qué debemos hacer con nuestra ropa sucia? El proceso empieza con el arrepentimiento. El Salvador está a la puerta y llama; Él está listo para recibirnos de inmediato (12). Nuestra responsabilidades llevar a cabo la obra del arrepentimiento; debemos abandonar nuestros pecados para que empiece la purificación. La promesa del Señor es que Él blanqueará nuestros vestidos con Su sangre (13). Él dio Su vida y sufrió por todos nuestros pecados. Él nos puede redimir de nuestra caída personal. Por medio de la Expiación del Salvador, que se dio a Sí mismo como rescate por nuestros pecados, Él autoriza al Espíritu Santo que nos purifique en un bautismo de fuego. Al morar el Espíritu Santo en nosotros, Su presencia purificadora quema toda la impureza del pecado. Tan pronto como se establece el cometido, se inicia el proceso de purificación.

Nuestro compromiso con el Señor empieza cuando concentramos nuestra atención en Él. Hace poco asistimos a una conferencia de estaca en Nauvoo, Illinois. La música del coro fue excepcional; el director, músico de profesión que enseña en una universidad local, fue un gran maestro que cautivó tanto al coro como a la congregación. Cada movimiento de su cuerpo estaba íntimamente ligado a la música. Nosotros queríamos cantar tal como él dirigía; todos los ojos estaban puestos en él. Pensé en el Salvador. Él nos ha invitado a ser como Él es. Si le prestáramos la misma atención que le brindamos al director del coro, rápidamente seríamos transformados en la imagen del Salvador.

La transformación que ocurrió mientras cantábamos fue momentánea; estábamos donde teníamos que estar y todos teníamos el gran deseo de seguir. Si nos encontramos en los lugares donde debemos estar, con el ferviente deseo de seguir al Señor, Él tocará nuestras vidas y nos purificará para que vivamos en Su presencia en forma permanente. No hubo coerción por parte del director para hacernos cantar, sino más bien conexión. El verdadero arrepentimiento viene con dicha conexión con el Salvador. Consideremos nuestras oraciones personales y pensamientos diarios; todos tenemos que esforzarnos por establecer la conexión que el Señor requiere.

Le pregunté al hermano Nelson, el director del coro, qué hizo para que le respondiéramos de tal forma, y con humildad respondió: “Sus corazones son puros”.

“¿Y qué más?”, pregunté.

Él respondió: “Es por medio del Espíritu; es la única manera de comunicarnos a ese nivel”.

Entonces, ¿dónde debemos concentrar nuestra atención? “Y si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria, vuestro cuerpo entero será lleno de luz y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo lleno de luz comprende todas las cosas” (14). Eso puede suceder si asumimos la responsabilidad de lavar nuestra ropa sucia por medio del arrepentimiento y nos aseguramos de que esté limpia.

Que disfrutemos de la promesa que el Señor dio por medio de Moroni: “Levántate… y vístete [de] tus ropas hermosas… venid a Cristo… y [amad] a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza… para que por su gracia seáis perfectos en Cristo… mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin mancha” (15). En el nombre de Jesucristo. Amén.

NOTAS

1. Véase Génesis 4:9–10; Moisés 5:34–35.
2. Véase Moisés 1:6.
3. Véase D. y C. 58:42.
4. Véase Alma 5:21–27; D. y C. 64:10.
5. Véase Mosíah 2–5.
6. Véase Mosíah 5:2.
7. Véase Mosíah 26:10–24.
8. Job 40:8.
9. Mateo 7:1–2.
10. Juan 8:7, 11.
11. D. y C. 64:10; cursiva agregada.
12. Véase Apocalipsis 3:20.
13. Véase Apocalipsis 7:14.
14. D. y C. 88:67.
15. Moroni 10:31–33.

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OB. HILARIO